Dentro de los rituales sociales más
complejos que debemos cumplir los humanos en las mal llamadas
sociedades democráticas, está el proceso del ejercicio del voto.
No soy un politólogo, líbrame cielo
del Valle de Guatemala en intentar siquiera llamarme a mi mismo de
esa manera. Soy un hombre que tiene que pagar su quetzal para
subirse a un bus (o dos después de las cinco y media de la tarde)
pero soy alguien a quien su abuelo le creó un juicio crítico y a
quien las oportunidades le obligan a ser ridículamente shute en sus
trayectos (a falta de un par de auriculares).
Más allá de que simpaticemos o no con
ciertos grupos políticos, es importante analizar elementos que pocas
veces se toman en consideración. Y es que como guatemaltecos
estamos acostumbrados a ser bombardeados con cancioncitas, bolsas
solidarias (cada vez más creativas) y una cantidad absurda de
plástico y papel durante las campañas que debería de dar
vergüenza. Porque esas cantidades de papel y plástico que terminan
en la basura (además de las vallas y el metal que también se
utiliza) pero que han sido financiadas con dinero que bien podría
haber sido utilizado para otros fines. Pero no es de eso de lo que
quiero escribir hoy, sino de esos detalles que se pasan por alto.
No quiero entrar en puntos redundantes
como si la visión redentora marroquineana y fuera de lugar de cierta
señorita de cuyo nombre no quiero ni recordarme (muy conocida como
La Glow) es válida en este país, pero sí en detalles de
trascendental importancia.
En uno de mis tantos viajes de a pie (o más bien en el autobus del transporte urbano), me topé con una conversación entre dos personas en las que se exaltaban las virtudes de Alfonso Portillo y Zuri Ríos. Mi primera reacción ante tales argumentos fue, “¿De verdad están diciendo lo que dicen?”, y no pude evitar alargar mi viaje con tal de seguir escuchando. Shute, sí, absurdamente metiche, pero eso me hizo pensar en cómo el guatemalteco común y corriente entiende la diferencia entre formación académica y educación. Estas dos personas hablaban del doctor Alfonso Portillo como el presidente más querido y que “más ha hecho por el país”. Y de la magister Zury Ríos como una digna representante de las mujeres, “tan chula y tan educada.” Mi cabeza seguía creando hilos conductores y me preguntaba: “¿Se les olvidó tan pronto que el tipo este acaba de salir preso por corrupto?”, “¿Se les está olvidando que esta señora tiene la formación de un tipo maquiavélico y calculador?”. Uno de sus argumentos centrales se basaba en “Pero mire usté, esta es gente bien preparada, no son cualquier cosa, es gente bien educada.” Y me dije a mi mismo, “¿De verdad somos capaces como pueblo de separar los conceptos de formación académica y buena educación?” La respuesta fue por demás sencilla, no. Y me asusté.
En uno de mis tantos viajes de a pie (o más bien en el autobus del transporte urbano), me topé con una conversación entre dos personas en las que se exaltaban las virtudes de Alfonso Portillo y Zuri Ríos. Mi primera reacción ante tales argumentos fue, “¿De verdad están diciendo lo que dicen?”, y no pude evitar alargar mi viaje con tal de seguir escuchando. Shute, sí, absurdamente metiche, pero eso me hizo pensar en cómo el guatemalteco común y corriente entiende la diferencia entre formación académica y educación. Estas dos personas hablaban del doctor Alfonso Portillo como el presidente más querido y que “más ha hecho por el país”. Y de la magister Zury Ríos como una digna representante de las mujeres, “tan chula y tan educada.” Mi cabeza seguía creando hilos conductores y me preguntaba: “¿Se les olvidó tan pronto que el tipo este acaba de salir preso por corrupto?”, “¿Se les está olvidando que esta señora tiene la formación de un tipo maquiavélico y calculador?”. Uno de sus argumentos centrales se basaba en “Pero mire usté, esta es gente bien preparada, no son cualquier cosa, es gente bien educada.” Y me dije a mi mismo, “¿De verdad somos capaces como pueblo de separar los conceptos de formación académica y buena educación?” La respuesta fue por demás sencilla, no. Y me asusté.
Una cosa es que ambos personajes tengan
formaciones académicas envidiables, porque objetivamente tengo que
aceptar que ambos han sido formados en elementos que marcan a dos
mentes brillantes y cuyo paso por las aulas les entrenó de manera
formidable. Y no me refiero a que sus títulos los precedan, sino
que verdaderamente poseen el conocimiento en sus respectivas áreas.
Del señor Portillo puedo hablar que tiene un bagaje cultural por
demás exquisito. Un ejemplo de ello son las bibliotecas
presidenciales que fueron otorgadas a distintos centros educativos
públicos (con ejemplares que ya quisiera tener en mi casa y que
están guardando polvo o que nunca han sido abiertos en estos
establecimientos, y lo sé porque en mi paso por cierta ONG pude
verificarlo). Pero es allí mismo en donde puedo basar mi punto. Un
hombre que tiene el conocimiento y la amplitud cultural que tiene,
otorgó textos por demás elevados al nivel de conocimientos de
muchos maestros del país. Textos de Saramago y ensayos como “El
Valor de Educar” de Fernando Savater componen dicha Biblioteca
Presidencial Para La Paz. ¿De verdad fueron leídos? ¿Fueron
realmente textos adecuados para el público al que fueron enviados?
¿O solo fue una pantalla para destinar fondos que seguramente
también se embolsaron muchos dentro de una larga cadena de actores?
El hecho que Portillo conozca la obra de Akira Kurosawa poco tiene
que ver con su verdadera capacidad como líder. El hecho de que este
señor tenga la capacidad de mover masas con sus discursos atractivos
y su correcto uso de las palabras poco tiene que ver con el correcto
conocimiento del manejo de los recursos o mejor aún con las
intensiones correctas de establecer políticas de mejoramiento para
el país.
Y de la magister Ríos, digamos que es
necesario considerar muy detenidamente el dicho de “dime con quién
andas y te diré quien eres.”
Porque también es importante mencionar
que ambos personajes ya pasaron no una, sino varias veces por las
curules del Congreso de la República. Ese que debería ser la
máxima representación del pueblo de Guatemala. Ese en el que los
representantes deberían, por obligatoriedad tener dos cosas: la
formación necesaria y la “buena educación” para saber hacia
donde dirigir las leyes que mejorarán la situación nacional. Pero
poco bueno se ha visto salir de los circos que se montan en dicho
lugar. Y del cual ambos personajes fueron parte.
Se ha criticado mucho a los personajes
políticos que llegan a lugares alejados y proveen de bolsas de
víveres, zapatos y demás (porque también del señor dueño de
Bullocks quiero hablar, pero ese es otro tema); pero poco se ha dicho
de aquellos que teniendo las herramientas, las utilizan para hacer
maravillas con su billetera o sus intereses.
¿Seguimos en pleno siglo XXI pensando
que un cartón significa precisamente que las personas son capaces de
dirigir una nación? ¿Seguimos considerando que los discursos bien
elaborados y las palabras oportunas son parte de las correctas
intenciones? ¿Se nos ha olvidado que el poder corrompe?
La buena educación no incluye
solamente la formación académica, sino un sinfín de elementos a
considerar: liderazgo asertivo, planificación gubernamental efectiva,
deseo desinteresado de generar puntos de cambio para la problemática
actual (y es que yo sigo creyendo en el absurdo platónico de que los
cargos más altos deberían de ganar un sueldo mínimo, porque como
ellos mismos lo dicen en sus campañas “Lo hago por amor a
Guatemala” ¡Entonces hágalo con todo lo que ello implica!).
¿Pero cómo podemos medir eso en
nuestros cartones de lotería, esos que nos dan junto a un crayón de
cera antes de votar?
Es mucho pedir que ambas cosas, la
buena educación y la formación académica se puedan dar en conjunto
en un político, y menos en este país en donde la ley del más
cabrón es la que prevalece. Pero sigo creyendo que es posible no
que ellos lo tengan, pero sí que nosotros como ciudadanos podamos
cuestionar cada uno de los perfiles de estas personas y hagamos un
análisis crítico de a quienes les cedemos el privilegio de
representarnos. Y de enriquecerse con el dinero que tanto nos cuesta
ganar.
Los muchos años de gobiernos corruptos que han tenido sumido en condiciones precarias a un sistema educativo de por sí carente y obsoleto, se traducen en una población mermada en sus capacidades de análisis crítico. Un país con altos índices de analfabetismo y sin estructuras incluyentes (para el alto porcentaje de la población que tiene como lengua materna alguna de origen maya o aquellos con discapacidades visuales o auditivas) mantiene en marginalidad y sin voz a millones de personas. Muchos de los individuos que ha tenido acceso a educación formal, ya sea por la calidad de ésta u otros factores, tampoco han podido desarrollar adecuadamente capacidades analíticas importantes. Siendo esta situación repetitiva por generaciones se encuentra arraigado en la estructura social el hecho de que, a falta de un mejor mecanismo para evaluación de propuestas serías, las decisiones se inclinen hacia el peso de la demagogia, el interés por favores o beneficios económicos e incluso, por hacia la opinión ajena (mejor ponderada que la propia pero igual de desinformada e ingenua). Los medios parcializados y clientelistas también han contribuido a desinformar y engañar, desfigurando hechos para que el público deposite su confianza en la mala información que sirven. Por último, veo rezagos de feudalismo; el vasallo común y corriente viendo con ojos de admiración al “gran señor” que ostenta altos cargos y posiciones envidiables, lo cual es motivo suficiente para que se les atribuyan cualidades y capacidades que se creen en correspondencia a estatus económico, nivel académico o popularidad – cayendo en el viejo error de juzgar al libro por la cubierta y no por el contenido. En Guatemala es una minoría la que ha tenido la oportunidad de obtener formación e información de calidad, y una mucho menor la que ha recibido en el hogar educación de calidad, de esa que deja un sello en las personas, que les imprime carácter y deseos de conocer más , de buscar más, de ser más. Esto no apunta a que el nivel de escolaridad dicte calidad humana, buen juicio y discernimiento; esto implica que todos los elementos comprendidos en la buena educación y la formación académica son necesarios para formar ciudadanos con criterio, que tomen decisiones de valía para el ejercicio de una sana democracia ya sea como votantes o como políticos.
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