Somos seres de
costumbres. Del café por la mañana (eso sí, de Starbucks,
descafeinado, con leche de soya, edulcorante y saborizante de
vainilla francesa), de colocarnos las ropas que nos cubren (eso sí
de las tiendas de Paseo Cayalá, o de las “exclusivas” prendas
nuevas de Zara, Massimo Dutti o Stradivarius, Arturo Calle y demás
que nos obligan a uniformarnos para estar a la altura de aquellos que
las vistieron primero), de la carrera de dos kilómetros por la
mañana (como buenos runners que somos por que está de moda ser fit
y salir a correr con un par de New Balance y ataviados en
UnderArmour) y demás mañas. Por que eso son, mañas que nos han
inyectado con dulzura y magia para que las creamos como buenas.
Durante décadas se
ha creado en la sociedad latinoamericana y sobre todo en la
guatemalteca una clara necesidad de no ser parte del montón, de
creerse una clase aparte que busca demostrar a todas luces (aunque no
exista tal cosa) que se es alguien diferente. Y ese diferente no se
refiere solamente a la triste necesidad de querer apartarse de la
mara cholera, de la gente corriente, de los pobres (aunque se deba
hasta lo que se tiene puesto) sino a enarbolar banderas petulantes en
las que ni se cree ni se practica: veganos por que suena cool,
feministas en Instagram y Facebook pero machistas en sus propias
casas y familias, pro-vida pero apoyan la pena de muerte y otras
tantas falsedades que se hacen por “tendencia”. Diferentes que
se empecinan cada vez más en ser parte de un uniforme que va más
allá de lo que nos ponemos o las propias etiquetas que nos
colocamos, diferentes que quieren encajar por obligación, por
alienación, por que todos lo hacen, por que es cool.
Y es que el problema
no es que me agrade algo, no es que me guste lo que ofrece tal o cual
comercio o lo que tal o cual persona diga en alguna red social. El
problema es seguirlo sin criterio alguno. Y como dice la fantástica
Marta Gómez en su entrevista en Gatos que ladran, “No tenemos
criterio, nos han quitado ese derecho...” y es cierto. Hemos
perdido la capacidad de discernir entre aquello que de verdad nos
gusta y nos llena y seguir aquello que alguien más dice que es bueno
(llámese medios, llámese influencers, llámese sociedad, iglesia,
industrias, etc, etc, etc).
Nos han hecho creer
que tenemos que encajar en los moldes prefabricados hechos para que
nos llame la atención algo. Que tenemos que lucir como fulano o
fulana de tal en tal anuncio para usar cual prenda de ropa. Que
tenemos que actuar como ese idiota para ser aceptados y ser
populares. Que tenemos que consumir ese producto para rendir como
tal atleta que luce bien pero no tiene el rendimiento en la cancha.
Que tenemos que ser alguien que no somos para sentirnos contentos.
El problema es que algunos aprenden a ya no sentirse contentos y
buscan ser felices.
Tenemos y debemos
ejercer el derecho a decidir, a crear nuestro criterio. El derecho a
decir que algo popular no me gusta, a actuar tal cual consideremos
apropiado, a tener una opinión informada, a crearnos un verdadero
criterio. Tenemos derecho a crearnos una identidad que como propia,
tampoco tiene por que gustarle a todos pero si que me hará una
persona feliz (en la trascendencia) y no solo contenta (en la
mediocridad y la pronta temporalidad).
En algún lugar de
este espacio llamado internet leí una frase que me fascinó y me
hizo abrir los ojos un día y que voy a adaptar esta vez a mi gusto y
antojo: “Invertimos tiempo, recursos y ganas que no tenemos en
cosas que no necesitamos, para crear impresiones que no durarán, en
personas a las que no le importamos.”
No, no soy tu
objetivo y tampoco tengo por que serlo.