lunes, 10 de abril de 2017

Epifanía: No soy tu objetivo y no tengo por qué serlo.

Somos seres de costumbres. Del café por la mañana (eso sí, de Starbucks, descafeinado, con leche de soya, edulcorante y saborizante de vainilla francesa), de colocarnos las ropas que nos cubren (eso sí de las tiendas de Paseo Cayalá, o de las “exclusivas” prendas nuevas de Zara, Massimo Dutti o Stradivarius, Arturo Calle y demás que nos obligan a uniformarnos para estar a la altura de aquellos que las vistieron primero), de la carrera de dos kilómetros por la mañana (como buenos runners que somos por que está de moda ser fit y salir a correr con un par de New Balance y ataviados en UnderArmour) y demás mañas. Por que eso son, mañas que nos han inyectado con dulzura y magia para que las creamos como buenas.

Durante décadas se ha creado en la sociedad latinoamericana y sobre todo en la guatemalteca una clara necesidad de no ser parte del montón, de creerse una clase aparte que busca demostrar a todas luces (aunque no exista tal cosa) que se es alguien diferente. Y ese diferente no se refiere solamente a la triste necesidad de querer apartarse de la mara cholera, de la gente corriente, de los pobres (aunque se deba hasta lo que se tiene puesto) sino a enarbolar banderas petulantes en las que ni se cree ni se practica: veganos por que suena cool, feministas en Instagram y Facebook pero machistas en sus propias casas y familias, pro-vida pero apoyan la pena de muerte y otras tantas falsedades que se hacen por “tendencia”. Diferentes que se empecinan cada vez más en ser parte de un uniforme que va más allá de lo que nos ponemos o las propias etiquetas que nos colocamos, diferentes que quieren encajar por obligación, por alienación, por que todos lo hacen, por que es cool.

Y es que el problema no es que me agrade algo, no es que me guste lo que ofrece tal o cual comercio o lo que tal o cual persona diga en alguna red social. El problema es seguirlo sin criterio alguno. Y como dice la fantástica Marta Gómez en su entrevista en Gatos que ladran, “No tenemos criterio, nos han quitado ese derecho...” y es cierto. Hemos perdido la capacidad de discernir entre aquello que de verdad nos gusta y nos llena y seguir aquello que alguien más dice que es bueno (llámese medios, llámese influencers, llámese sociedad, iglesia, industrias, etc, etc, etc).

Nos han hecho creer que tenemos que encajar en los moldes prefabricados hechos para que nos llame la atención algo. Que tenemos que lucir como fulano o fulana de tal en tal anuncio para usar cual prenda de ropa. Que tenemos que actuar como ese idiota para ser aceptados y ser populares. Que tenemos que consumir ese producto para rendir como tal atleta que luce bien pero no tiene el rendimiento en la cancha. Que tenemos que ser alguien que no somos para sentirnos contentos. El problema es que algunos aprenden a ya no sentirse contentos y buscan ser felices.

Tenemos y debemos ejercer el derecho a decidir, a crear nuestro criterio. El derecho a decir que algo popular no me gusta, a actuar tal cual consideremos apropiado, a tener una opinión informada, a crearnos un verdadero criterio. Tenemos derecho a crearnos una identidad que como propia, tampoco tiene por que gustarle a todos pero si que me hará una persona feliz (en la trascendencia) y no solo contenta (en la mediocridad y la pronta temporalidad).

En algún lugar de este espacio llamado internet leí una frase que me fascinó y me hizo abrir los ojos un día y que voy a adaptar esta vez a mi gusto y antojo: “Invertimos tiempo, recursos y ganas que no tenemos en cosas que no necesitamos, para crear impresiones que no durarán, en personas a las que no le importamos.”


No, no soy tu objetivo y tampoco tengo por que serlo.